Un repique de campanas muy sonoras, un repique muy alegre anuncia la salida a las tres de la madrugada. Este repique se prolongará hasta que vuelva la imagen al templo. Para eso hay de sobra muchachos (el que esto escribe fue uno de ellos) dispuestos a fajarse como los buenos, sin paga y sin comida. ¡Es así como se hacen bien las cosas!
Antes de salir la procesión se colocan en medio de la puerta principal tres monaguillos vestidos con sotanas de color rojo y roquete blanco con graciosos bordados. Son muchachos de doce años a lo sumo, que llevan la cabeza al aire y la picardía de niñitos traviesos que se les sale por los ojos. El muchacho del centro sostiene una Cruz de plata, alta más de un metro. Los otros portan el incensario y la naveta con el incienso que queman profusamente, cuyo olor divino para llegar al cielo para calmar los ánimos más que agitados por el continuo palitraque de algunos fieles que han pasado la noche en compañía del dios Baco y siguen cometiendo infidelidades, dejándose colar con mucho disimulo en la bodega, cuyas puertas blanditas, apenas empujadas ¡zaaasss!, se abren.
Al segundo repique, la iglesia está llena de gentes. Son familias llegadas del campo, otras llegadas de Caracas y de pueblos distantes. Todos quieren estar en Zaraza el primero de enero para asistir a la procesión del Cristo. Cuando se oye el tercer repique ya los cargadores se mueven bajo la mesa donde está el Crucificado. Muchos de ellos están más alegres de la cuenta. Otros satisfechos con las sabrosas hallacas que en todos los hogares se fabrican y obsequian sin tasa. A las puertas del templo se oyen los primeros aires de la Marcha Yonis, que durante el año estará sonando constantemente en los oídos de todo zaraceño, encuéntrese donde se encuentre. Muchas veces las primeras notas de la Marcha Yonis han servido de santo y seña para reconocerse y unir en grupo a zaraceños dispersos en alguna reunión.
Ya se ha dicho que la procesión sale del templo muy de madrugada y vuelve tarde, a las doce del día, después de hacer un recorrido por distintos barrios de la población, bendiciendo a su paso los hogares, cuyos portales ha sido adornados para este día con pencas de cocotero, con matas de laurel que ostentan en sus brillantes hojas mil colores, en unión de verdes matas de plátanos o cambures que soportan a duras penas sus enormes, lindos y deliciosos racimos que aguan la boca y provocan al delito a los muchachos que van pasando; pero que no pueden hacer nada debido a la vigilancia del ama de la casa, quien rosario en mano, con los lentes en la punta de la nariz y mirando por encima de ellos, llena de murmullos el espacio codiciado. Completando este cuadro delicioso, se coloca muchas veces, el padre de la familia que lleva al más pequeño en sus brazos y cerca, los niños y las niñas entre pequeños y creciditos, llenan de primor aquellas y repartiendo sonrisitas.
Así se pasea el Cristo por las Calles de Zaraza el día de año nuevo.
En el bario Curazao, el anciano Don Manuel Estrada Chacín, con nerviosidad de niño travieso, satisfecho de su obra, enciende el mechuzo empapado de petróleo que calentará el aire de cada uno de los enormes globos de papel de seda de varios colores, que de trecho en trecho ha colocado, pendiendo de ramas de árboles y formando hileras fantásticas. Una voz recorre toda la procesión.
– ¡Las bombas!, ¡las bombas! Y todos ven hacia el cielo.
Lentamente sigue la procesión y llega a las alturas del Barrio Golfo Triste, donde la mayoría de las casas son de pobre apariencia; pero sus habitantes tienen sano el espíritu y es gentil su manera de tratar. El resplandor del sol ya envuelve con colores de rosa a la multitud, que ha ido creciendo por momentos con las personas que llegan de los campos y dejan los chinchorros y camas.
Los repiques de las campanas que no han cesado un momento se oyen nuevamente al pasar por la plaza Páez, pequeña en tamaño, pero sobradamente en el recuento de los acontecimientos que allí han sucedido al paso de los años. Sigue el Cristo por la calle “La Libertad”, y llega al poco rato al Barrio El Médano, donde, sea dicho de paso, las gentes son maliciosas y algunas dadas a la discusión y la pelea a mano armada. Al llegar la procesión al Parque Sucre, donde la espera la Banda Municipal, siempre dirigida por el profesor José Ayala Romero, torna a la calle del comercio, seguida por las notas tristes de la Marcha Yonis. De pronto, ráfagas de luz salen de todas partes. Es José Ramón Ramírez que uno que otro año espera la procesión con un imponente árbol de fuegos artificiales, que cambia de colores como el arcoíris. El ingenio de este hombre da para todo. La procesión recorre tres cuadras y pasa sin detenerse por la Plaza El Calvario (hoy Plaza El Médano). Al llegar a la “ceiba fresca”, donde dicen sale un muerto, tuerce al este y recorre una cuadra, sigue al norte por la Calle Nueva, que fue abierta por el señor Esteves y Galvis, en 1920, músico colombiano amante del progreso.
Estamos en el barrio La Loma, que es más grande que la población antigua. Es el barrio de la arena floja y menuda, donde se mueven los pies con mucha dificultad. Las gentes de allí tienen una manera peculiar de caminar. Allí crecen a más y mejor los naranjos, cuyos frutos tropiezan las gentes al pasar por las aceras. Los cocoteros cargan pequeños, muy pequeños, y dan la impresión de que se está a orillas del mar. Los corpulentos mamones son allí tan grandes como catedrales. El agua brota en ese barrio a un metro de profundidad. Todo florece y tiene frutos. Reina allí una primavera eterna.
De vez en cuando cantidades de cohetones suben al cielo detonando en la lejanía.
Ya se acerca la procesión a la Plaza El Carmen. Son las doce del día. Se impone el regreso, porque los zapatos están lastimando a los caminantes. Muchas mujeres y hombres llegados de los campos se sacan los zapatos, los amarran con las trenzas y se los ponen en los hombros. Y paticas en el suelo caminando van. El cura que va adelante, rezando el Rosario ya no puede con su alma y busca la sombrita de los árboles. Los “cargadores” se suceden de trecho a trecho bajo la mesa del Cristo, y así avanza la procesión que ha tomado la Calle Las Flores, nombre que le pusiera el profesor Augusto Camejo Farbós, en recuerdo de las hijas de Rafael Flores, bonitas y graciosas.
Al fin, después de subir pequeñas lomas y dejar atrás la movediza arena, caliente como un horno, las gentes se sienten felices cuando, al llegar a la esquina de Don Ramón Carrizales, viejo maestro de escuela, quien está en la puerta de su casa rodeado de sus numerosos hijos y nietos, la procesión remonta la última cuesta y cruza por la esquina tomando la Calle Bolívar hasta penetrar en la Iglesia San Gabriel Arcángel. Al llegar al templo ha recorrido más de cinco kilómetros.
Es fama que por donde pasa la procesión del Crucificado, se sanan los enfermos que piden su protección, y la alegría ocupa el puesto del dolor. Son hechos insólitos que suceden sin que nadie se dé cuenta. ¡Los fieles están tan acostumbrados a que el cristo los sane todos los años!
Durante el año ya pueden estar tranquilos los moradores de Zaraza. Los que han estado en la procesión, como los que por una u otra causa se han quedado en el hogar, pensarán complacidos que ninguna enfermedad peligrosa los atacará, que las cosechas se darán con sobrada abundancia y los negocios rendirán grandes ganancias.
Cabe aquí una pregunta: ¿dejarán los zaraceños de sacar algún día la procesión del Cristo de la Salud? ¡Ni pensarlo! Ya está probado que no sucederá tal cosa. Hace años, el que esto escribe pudo comprobarlo. Un capuchino, viejo de rostro duro y largas barbas negras como un cuervo, cuyo nombre queremos olvidar para no causar molestias, se opuso tenazmente a que sacasen la procesión del Cristo el día de año nuevo, alegando razones que no eran del caso. Grupos de hombres iban a la iglesia, hablaban con el capuchino y nada conseguían. Amaneció el primer día del año y la procesión brillaba por su ausencia. Las gentes se arremolinaban en la Plaza Bolívar. La población olía a tragedia. Por fin otro grupo de hombres dispuestos a todo se llegó hasta el templo. No llevaban armas ni palabras irrespetuosas, pero, allá dentro tenían una resolución que se les pintaba en el rostro quemado por el sol.
─Señor Cura –dijeron con firmeza-, como hombres honrados, nosotros sabemos cumplir nuestras promesas. Venimos a sacar al Crucificado quiera o no quiera usted, que nada sabe de nuestros compromisos porque no es de nuestro pueblo. El capuchino nada dijo. Se volvió para donde estaba la imagen, pensó un momento y luego se alejó. La procesión salió sin Cura; pero fue más solemne que en años anteriores.